La izquierda que no se deja gobernar
- El Patio Político

- 11 jul
- 16 Min. de lectura
Actualizado: 17 jul
Pocos espacios políticos en España han generado tantas esperanzas, y a la vez tantas decepciones, como el situado a la izquierda del PSOE, lo que se conoce como la “izquierda transformadora”. A lo largo de más de cuatro décadas, este espacio —que arranca con el PCE en la Transición, se reconfigura con Izquierda Unida, se sacude con el 15M y se reinventa con Podemos y Sumar— ha encarnado una tensión constante entre el impulso de cambiarlo todo y la dificultad de construir algo duradero.
A la izquierda del PSOE no ha existido una fuerza hegemónica estable en el tiempo con éxito, sino un campo político en disputa permanente: entre generaciones, entre culturas políticas, entre proyectos estratégicos, entre lógicas organizativas y, sobre todo, entre formas de entender el poder. Es un espacio donde conviven viejas militancias y nuevos movimientos, donde el intento de disputar electoralmente lo que denominan “régimen del 78” se mezcla con dinámicas internas marcadas por el recelo, la fragmentación y la desconfianza mutua.
Este artículo no pretende simplemente narrar los hechos: quiere mirar de frente lo que se repite. ¿Por qué este espacio parece condenado a ciclos de irrupción fulgurante, ilusión colectiva y posterior autodestrucción? ¿Por qué sus intentos de unidad terminan, una y otra vez, en guerras intestinas, traiciones y purgas? ¿Qué nos dicen estas fracturas sobre su límite, su cultura política y su papel real en el sistema político español?
Desde la hoz y el martillo, la “pinza” de Julio Anguita al PSOE, hasta la entrada en el Gobierno de coalición con Pablo Iglesias como vicepresidente; este recorrido no solo busca contar una historia: busca comprender una lógica. Porque quizá, solo entendiendo el bucle, se pueda encontrar una salida.
¿DÓNDE NACE TODO?
Durante la dictadura franquista, el Partido Comunista de España (PCE) fue el principal sostén organizado de la resistencia antifranquista. Con una red clandestina sólida, cuadros militantes formados y una presencia significativa en el movimiento obrero, parecía destinado a liderar la izquierda tras la caída del régimen. Mientras tanto, el PSOE permanecía fragmentado y casi invisible, reconstruyéndose lentamente a través de congresos como el de Suresnes y de apoyos internacionales. Pero con la llegada de la transición democrática, el PCE se enfrentó a un dilema esencial: mantenerse fiel a su identidad revolucionaria, representada por la hoz y el martillo, o adaptarse a un sistema que exigía concesiones y renuncias profundas.
Bajo la dirección de Santiago Carrillo, el PCE abrazó el eurocomunismo: un comunismo con rostro humano, que aceptaba la monarquía parlamentaria, la bandera rojigualda y el sistema económico capitalista. Esta transformación buscaba convertir al PCE en un partido de Estado moderno, capaz de influir desde dentro del nuevo régimen. Sin embargo, para amplios sectores de su militancia y base social, esta estrategia fue una claudicación, una traición a sus raíces. La capacidad del partido para representar una alternativa real y radical se desvanecía al integrarse en la Constitución y aceptar el statu quo que otros, como el PSOE, supieron capitalizar con mayor éxito y frescura.
La crisis interna que siguió desembocó en la fractura y atomización que definirían la historia política a la izquierda del PSOE. El PCE quedó atrapado en luchas intestinas entre renovadores y continuistas, carrillistas y sectores ortodoxos, mientras nuevas organizaciones y escisiones surgían para disputar su hegemonía. Esta descomposición no fue solo fruto de diferencias ideológicas; reflejaba también una cultura política marcada por la desconfianza, los enfrentamientos y la pugna por definir quién era más comunista o más puro ideológicamente en un país que parecía resistirse a cambios profundos. Electoralmente, el declive fue estrepitoso: de 20-23 diputados en los primeros años de la democracia a solo 4 en 1982, mientras el PSOE se consolidaba como la izquierda del cambio, con una imagen más moderna y sin el lastre simbólico del comunismo.

La caída del PCE fue el primer indicio de un fenómeno cíclico que marcaría a este espacio durante décadas: la dificultad para construir una fuerza estable, unitaria, con fuerza parlamentaria y duradera a la izquierda del PSOE sin que explotara. Ese espacio, tensionado entre identidad y pragmatismo, nace con el PCE y su semilla posteriormente germinada en Izquierda Unida, pero nunca logra consolidarse plenamente. Esta batalla constante entre fragmentación y unidad atraviesa todo el recorrido de la izquierda transformadora.
DESPUÉS DEL CAOS VIENE…
La fundación de Izquierda Unida en 1986 fue la respuesta desesperada a un naufragio. Tras la caída del PCE como referente —fruto de su crisis interna y su incapacidad de adaptarse al nuevo escenario— surgía la necesidad de rearticular políticamente un espacio disperso y golpeado pero existente. La OTAN, más que un asunto geoestratégico, fue el catalizador de esa nueva alianza: el referéndum de 1986 permitió al PCE liderar una plataforma unitaria contra el ingreso en la Alianza Atlántica y aprovechar esa energía para lanzar una coalición electoral que incluyera al propio PCE, a izquierdistas, sectores cristianos de base, pacifistas, ecologistas, feministas y organizaciones comunistas menores. Así nació Izquierda Unida, una tentativa de refundación desde los márgenes, pero con la ambición de disputar la centralidad perdida.

IU fue, desde el principio, un proyecto tenso. Si bien logró resultados esperanzadores en sus primeras convocatorias (7 diputados en 1986 con Gerardo Iglesias, 17 en 1989), su equilibrio interno dependía de una relación inestable entre pluralismo político y hegemonía del PCE. Con la llegada de Julio Anguita en 1989, la coalición alcanzó su mayor grado de cohesión ideológica y su mejor resultado electoral (21 diputados en 1996). Anguita imprimió un rumbo nítido: recuperación del orgullo de clase, pero con vocación plural; ruptura con la subordinación histórica al PSOE; crítica a las élites políticas y económicas, y apuesta por un programa transformador sin complejos, pero no exclusivamente comunista. Su discurso de las “dos orillas” —PSOE y PP como parte del mismo bloque de poder— rompía con la lógica del “mal menor” que históricamente había beneficiado al socialismo en detrimento del PCE. Aquella estrategia incomodó al sistema político y fue castigada con saña por los socialistas, que acuñaron la expresión “la pinza” para atacar la coincidencia táctica entre Anguita y el PP en la oposición a Felipe González, tanto a nivel estatal como en comunidades como Andalucía.

Ese enfrentamiento marcó un precedente duradero. Desde entonces, la relación con el PSOE ha sido un eje decisivo para el futuro del espacio a su izquierda. El grado de confrontación o de entendimiento con los socialistas ha determinado, en gran parte, su proyección electoral, su autonomía política y su nivel de integración institucional. La independencia discursiva de Anguita despertó entusiasmo militante, pero también aislamiento político. Sin aliados ni influencia real, y golpeada por la narrativa del “voto útil”, IU fue perdiendo fuelle tras su marcha en el año 2000.
Lo que vino después fue una larga travesía por el desierto. A las derrotas electorales se sumaron las luchas intestinas: renovadores contra ortodoxos, partidarios de la apertura frente a defensores del control del PCE, fracturas como la escisión de Nueva Izquierda —que acabaría entrando en el PSOE— o la salida de sectores verdes y ecosocialistas para fundar marcas propias. La organización se encerró cada vez más en sí misma, sin un liderazgo fuerte (Gaspar Llamazares) y con estructuras anquilosadas. El ascenso del PSOE de Zapatero, con su agenda progresista en derechos sociales, y las disputas internas terminaron por desplazar a IU del imaginario a un papel testimonial. En 2008, obtuvieron apenas dos diputados, quedando al borde de la irrelevancia.
Y, sin embargo, incluso en sus momentos de mayor debilidad, IU resistió, y sigue resistiendo a día de hoy. Entre 2008 y 2011 intentó tímidas renovaciones simbólicas: la entrada de Cayo Lara como coordinador, nuevos discursos, mayor sensibilidad ambiental y feminista. La elección de Alberto Garzón —joven economista formado en la red de economía crítica universitaria— como diputado en 2011, con solo 26 años, y posteriormente como candidato a la Presidencia del Gobierno, fue uno de los últimos intentos de conectar con una nueva generación. Pero entonces llegó el 15M. Y con el 15M, una coleta. Y con ella, el hundimiento del sistema de partidos tal y como lo conocíamos. IU, debilitada y rígida, no supo leer del todo el momento. Y lo que vino después —la irrupción de Podemos y el terremoto que provocó— dejaría a IU en una posición aún más delicada: entre la nostalgia del pasado y la necesidad urgente de reinventarse para seguir existiendo.

LA IZQUIERDA CAMBIA DE PIEL
La llegada del 15M en 2011 supuso una sacudida sísmica en el sistema político español. No fue solo una protesta coyuntural: fue una crisis de representación que señalaba directamente a las élites políticas y económicas, a la connivencia entre partidos tradicionales y poderes financieros, y a un modelo institucional incapaz de dar respuesta a los problemas de una generación entera. El “no nos representan” no era solo un eslogan: era el diagnóstico compartido de una democracia vaciada. Y en ese diagnóstico, Izquierda Unida no salía bien parada. A pesar de compartir muchos de los postulados del 15M, IU fue percibida por amplios sectores del movimiento como parte del problema, no de la solución. Su estética, su retórica, su presencia institucional e incluso su historia la anclaban a lo viejo. No supo leer la radicalidad del momento, y esa desconexión sería clave en el surgimiento de una nueva alternativa.
De esa revuelta democrática —y de su lectura política por parte de un grupo de profesores universitarios, inspirados en la teoría populista de Ernesto Laclau, con experiencia en América Latina y presencia mediática— nació Podemos en 2014. Fue una construcción política acelerada, carismática y profundamente mediática y digital, que comprendió algo fundamental: había una oportunidad histórica para interpelar a la mayoría social desde un nuevo lenguaje, un nuevo marco y nuevas formas organizativas, bajo un proyecto de izquierdas en el fondo. Su irrupción no fue solo una innovación electoral; fue, sobre todo, una ruptura cultural con la izquierda tradicional.
Podemos emergió como la negación del pasado. Rechazó banderas, siglas y etiquetas; propuso un discurso transversal y populista que hablaba de “los de abajo contra los de arriba”, de “patria”, de “casta”, de “sentido común”. Frente a los discursos marcados por la ideología y el legado comunista, Podemos apostó por una narrativa eficaz, adaptada a las emociones de una época marcada por el desarraigo, la frustración y el deseo de impugnar el sistema. Aunque sus dirigentes —incluido Pablo Iglesias— venían de la izquierda, su objetivo no era reforzarla, sino superar sus máximos históricos.
El choque con Izquierda Unida fue inmediato y frontal. La tensión entre ambos espacios no era solo política, sino también estética y estratégica. Mientras IU seguía defendiendo la identidad clásica de la izquierda, Podemos buscaba construir un nuevo campo de juego. El célebre mensaje que Pablo Iglesias envió a Alberto Garzón tras los primeros acercamientos y compases de la relación ilustra bien esa distancia: “cuécete en tu salsa llena de estrellas rojas, pero no te acerques”. La alianza no era posible porque uno de los dos vivía en un marco que el otro quería dinamitar.
El éxito de Podemos fue inmediato y arrollador. Apenas unos meses después de su fundación, en las elecciones europeas de 2014, obtuvo cinco eurodiputados y superó el millón de votos. En apenas un año, logró construir una alternativa creíble al bipartidismo, ocupó la centralidad del espacio progresista y desplazó por completo a IU como referente a la izquierda del PSOE. Aquel impulso lo convirtió en la fuerza determinante de la oposición al sistema político tradicional, en un momento en el que la desafección social se traducía en votos. En las elecciones generales de diciembre de 2015, Podemos —junto con sus confluencias autonómicas— obtuvo más de cinco millones de votos, 69 escaños y estuvo cerca del sorpasso al PSOE, mientras IU rozaba mínimos con tan solo 2 diputados y un millón de votos. Pero, como veremos, ese éxito inicial no estuvo exento de contradicciones internas, ni fue sostenible en el tiempo.

¿UNIDOS? PODEMOS
La confluencia entre Izquierda Unida (IU) y Podemos fue un proceso complicado y lleno de tensiones desde el principio. Tras varios intentos fallidos de acuerdo, en 2016 finalmente firmaron el conocido “pacto de los botellines”, una coalición táctica que buscaba sumar fuerzas para competir con el PSOE. La lógica parecía clara: sumando los votos que ambas formaciones obtenían por separado —alrededor de seis millones— la coalición debería superar ese umbral y lograr ese ansiado sorpasso al PSOE, algo impensable dos años atrás. Sin embargo, la realidad política demostró que en política cuando hablamos de coaliciones no siempre se cumple que uno más uno sea dos. Unidas Podemos obtuvo 71 diputados, la cifra más alta conseguida por este espacio político en su historia, mantuvo escaños pero no logró aumentar el número total de votos respecto a la suma de ambos por separado, reflejando una estabilización con pérdida de apoyos en algunos sectores, mientras el sueño de ser segunda fuerza política se desvaneció.

Desde el interior de Unidas Podemos comenzaron a surgir tensiones y contradicciones profundas. Podemos, que había llegado prometiendo romper con la izquierda clásica, empezó a reproducir dinámicas organizativas y políticas tradicionales. La salida en 2019 de Anticapitalistas, una de las familias fundadoras más críticas y radicales dentro de Podemos, fue un signo claro de estas tensiones internas. El choque más significativo fue la lucha entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, las dos figuras centrales del partido. Iglesias representaba una línea de confrontación y radicalidad, mientras Errejón defendía un perfil más moderado y pragmático. Esta pugna por el liderazgo culminó en 2019 con la derrota de Errejón en las primarias y su posterior salida para crear Más País, un partido más centrado que buscaba ampliar la base electoral a la izquierda del PSOE sin tensar demasiado el discurso.
La entrada de Unidas Podemos en el Gobierno de coalición con el PSOE en enero de 2020 fue un hecho histórico, que por primera vez permitió a este espacio participar en el Ejecutivo español y obtener cuotas de poder a nivel nacional. Pero esta experiencia también estuvo llena de contradicciones: la necesidad de gobernar con un socio ideológicamente distinto generó fricciones internas y debates sobre el equilibrio entre la colaboración y la autonomía política. La discusión sobre si era mejor apoyar desde fuera o gobernar desde dentro marcó la dinámica interna y provocó choques en el seno de la coalición.
En ese punto del ciclo, los principales referentes del espacio transformador ocupaban cargos de relevancia institucional: Pablo Iglesias, líder de Podemos, era vicepresidente segundo del Gobierno; Alberto Garzón, coordinador federal de Izquierda Unida, ministro de Consumo. Pero la entrada en el Ejecutivo no resolvió las tensiones estructurales del espacio; al contrario, las agudizó. Unidas Podemos seguía atrapada en una contradicción de fondo: gobernar dentro del sistema que siempre había querido impugnar. La presión de gestionar desde el Consejo de Ministros mientras se mantenía un discurso de ruptura generaba fricciones continuas —tanto internas como con sus socios del PSOE— y alimentaba el desgaste organizativo y político.

En ese contexto, Pablo Iglesias tomó una decisión inesperada y profundamente personal: abandonar la Vicepresidencia del Gobierno para presentarse como candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid en las elecciones de 2021. Su movimiento no solo fue interpretado como un intento de frenar la amenaza de la derecha, sino también como un último intento de reagrupar al espacio frente a Ayuso. Sin embargo, Madrid ya no era un territorio unificado. La escisión con Íñigo Errejón había cristalizado en la consolidación de Más Madrid como fuerza autónoma, con su propia lógica organizativa y electoral. El enfrentamiento directo entre Iglesias y la candidatura de Mónica García dejó una imagen reveladora: la izquierda transformadora madrileña había adquirido identidad propia, y la figura de Iglesias ya no articulaba por sí sola todo el espacio.
La derrota electoral fue simbólica. Iglesias no solo no logró frenar el avance de la derecha, sino que vio como la otra izquierda —la que él había contribuido a crear y luego se había escindido— lo superaba. Días después anunció su retirada definitiva de la política institucional. En un gesto unilateral —tan personalista como revelador de los modos de funcionamiento del espacio— designó a Yolanda Díaz como su sucesora. Una figura respetada, con fuerte presencia institucional, pero que no había emergido de los procesos deliberativos colectivos del espacio. Así comenzaba un nuevo capítulo para esta marca a punto de dinamitarse otra vez desde dentro, marcada por decisiones personales.
COALICIÓN DE COALICIONES: DEMASIADAS TECLAS PARA UNA SOLA MELODÍA
En un movimiento personalista, muy en línea con la historia reciente del espacio, Pablo Iglesias designó a Yolanda Díaz como su heredera política, entregándole el futuro del proyecto de Unidas Podemos. Su perfil —menos ideológico, más institucional, con buena valoración pública— representaba la promesa de una nueva izquierda capaz de sostener el legado de los años de gobierno, pero sin reproducir las tensiones ni el choque constante con el PSOE.
Ese fue el germen de Sumar, una plataforma presentada como una vía para lavar la cara, modernizar y revitalizar el espacio político. Su apelación era ciudadana, transversal, sin siglas dominantes ni hiperliderazgos, y con una imagen amable, dialogante y tecnocrática. Sin embargo, el proceso de construcción de Sumar fue lento, opaco y plagado de ambigüedad. Durante meses, Yolanda Díaz evitó definir claramente qué era Sumar, cuál sería el papel de los partidos dentro de la plataforma, su propia posición en el proyecto o los mecanismos de liderazgo. Esa indefinición generó malestar entre sus aliados, pero especialmente en Podemos, que veía con creciente inquietud cómo se gestaba un nuevo espacio del que se sentían desplazados, pese a haber sido el motor electoral y organizativo de la izquierda alternativa durante una década.

La exclusión de Irene Montero de las listas del 23J (el mayor activo político de Podemos) confirmó una ruptura ya consumada. Aunque Podemos concurrió en coalición con Sumar, la decisión de dejar fuera a Montero fue interpretada como un golpe de autoridad de Díaz, apoyado por el PSOE, y como el desplazamiento definitivo de Podemos del centro de gravedad del nuevo espacio. Los motivos no fueron solo tácticos: se mezclaban la necesidad de moderar el mensaje, marcar distancias con la gestión del “solo sí es sí” y construir una nueva narrativa sin cargas del pasado.
Lo que comenzó como una "casa común" de las izquierdas derivó pronto en una estructura centralizada y vertical, con la marca Sumar y el liderazgo de Yolanda Díaz como único eje de poder. En lugar de una plataforma coral, surgió una organización personalista, sin estructuras de democracia interna ni voluntad real de reparto del protagonismo con las formaciones que la acompañaban. La lógica fundacional —“superar a los partidos con la ciudadanía”— fue sustituida por otra más clásica: crear un nuevo partido, con un liderazgo exclusivo y una identidad propia.
El resultado ha sido una nueva fase de dispersión. Desde las elecciones de 2023, el grupo parlamentario ha perdido ya siete diputados, en medio de un ambiente de conflictos internos, fragmentación y desafección creciente. Las disputas entre Sumar, Podemos, Compromís y otras fuerzas territoriales son constantes y públicas. La desconexión con las bases y el electorado se profundiza, mientras el espacio se diluye en una combinación de tecnocracia sin relato y liderazgos sin estructura organizativa sólida.
Se han reproducido las dinámicas del pasado: personalismos, tensiones territoriales, falta de cohesión estratégica, y una nueva incapacidad para ofrecer un proyecto ilusionante y común. El ciclo que se abrió con el 15M, que tocó techo con los 71 diputados de Unidos Podemos en 2016, parece haber entrado ya en su fase crepuscular. Sumar no ha logrado consolidar un nuevo espacio transformador: ha replicado los problemas del anterior con menos épica, menos músculo organizativo y una legitimidad más frágil

UN DIAGNÓSTICO CLARO
Si algo define a este espacio desde la Transición no es solo su debilidad electoral intermitente, sino la repetición cíclica de un patrón estructural: momentos de acumulación de fuerzas, esperanza y expansión social, seguidos de fases de desgaste, escisión, luchas internas y repliegue. Este eterno retorno político no responde únicamente a factores externos —represión mediática, sistema electoral o competencia con el PSOE—, sino a lógicas internas profundamente arraigadas que han limitado, una y otra vez, su capacidad de consolidarse como alternativa estable y mayoritaria.
Entre esas lógicas destaca, en primer lugar, el caudillismo político: liderazgos fuertes que nacen con gran legitimidad social y carisma —desde Carrillo, Julio Anguita hasta Pablo Iglesias o Yolanda Díaz—, pero que tienden a concentrar poder, centralizar las decisiones y dificultar la convivencia de corrientes diversas y liderazgos diversos que se ven invisibilizados. A menudo, la sucesión de liderazgos se produce por designación personal, no por procesos democráticos consolidados, lo que erosiona la cultura interna y ahonda la desafección militante.

A ello se suma la escasa democracia interna y la tendencia a las purgas políticas cuando hay diferencias o conflicto: la disidencia no se gestiona como riqueza plural sino como amenaza interna, y las diferencias estratégicas acaban resolviéndose de forma dura con expulsiones simbólicas, rupturas traumáticas o marginación orgánica, mientras se vive en un ambiente de revancha interna. Desde los enfrentamientos históricos en el PCE y Izquierda Unida hasta la salida de los anticapitalistas y errejonistas de Podemos, o la exclusión de Podemos en el proyecto de Sumar, el espacio ha demostrado una incapacidad estructural para gestionar el conflicto político de forma constructiva, sabiendo convivir en un mismo edificio distintas familias, que realmente piensa que se diferencian más de lo que se parecen, pero que al ciudadano de a pie (sus votantes) les cuesta visibilizar o diferenciar.
Otro rasgo persistente es el sectarismo y la competencia permanente por la hegemonía interna: más que una articulación cooperativa entre partidos, corrientes o territorios, lo que ha predominado es la pugna por ser "la verdadera vanguardia", el actor legítimo, el que define la línea política. Esto ha dificultado la construcción de un sujeto político plural, estable y con arraigo duradero en el tiempo. La fórmula de las coaliciones —que debería ser una herramienta flexible para sumar— se ha convertido, en muchas ocasiones, en un campo de batalla por cuotas, visibilidad y control que como ha demostrado la experiencia suelen acabar mal.
En este ecosistema político inestable, el PSOE ha desempeñado un papel simbólicamente ambivalente. Para una parte del espacio de la izquierda transformadora, encarna al enemigo sistémico: el partido que gestiona el régimen del 78 y frena cualquier intento real de transformación. Para otros, en cambio, es un socio necesario —e incluso cómodo— con el que se pueden lograr avances sociales parciales desde dentro del sistema. Y para un tercer grupo, representa un aliado incómodo: alguien a quien, a veces, no queda más remedio que tender la mano, pero sin llegar al abrazo. Esta ambivalencia ha dado lugar a estrategias dispares: desde la confrontación abierta hasta la entrada en gobiernos de coalición, pasando por acuerdos puntuales o vetos explícitos. Como consecuencia, se ha producido con frecuencia una pérdida de identidad política: una sensación de estar a medio camino entre la oposición y la gobernabilidad, sin ser del todo alternativa ni plenamente parte del sistema.
Estamos en condiciones de afirmar que la izquierda transformadora en España ha estado atrapada en un bucle de expectativa y frustración, de construcción ilusionante y autodestrucción dolorosa. Sus debilidades no son solo coyunturales, sino estructurales y culturales: sin resolver esas dinámicas internas —el personalismo, el sectarismo, la falta de democracia interna y la incapacidad de construir una organización estable y plural—, cualquier nuevo intento de refundación volverá, tarde o temprano, a repetir los errores del pasado.
UNA IZQUIERDA ATRAPADA ENTRE SU PASADO Y SU PRESENTE
¿Qué le falta a este espacio para dejar de autodestruirse? Para superar esta espiral de autodestrucción, no basta con acuerdos coyunturales ni con la simple suma de siglas. Le falta superar las contradicciones internas que históricamente han marcado su funcionamiento: evitar que el caudillismo, las purgas y el sectarismo minen la cohesión y la eficacia política. Para ello es imprescindible construir una cultura organizativa basada en la transparencia, la democracia interna y la cooperación real entre sus diferentes sensibilidades. Sin una estructura que permita un diálogo sincero y mecanismos para resolver conflictos, los procesos de autodestrucción se repetirán inevitablemente.
¿Puede surgir algo nuevo o solo queda gestionar el declive?
Aunque la renovación del espacio transformador es posible, no se vislumbra ni mucho menos sencilla ni pronta. Las tensiones históricas entre marcas (recordemos que, pese a todo, IU sigue viva a día de hoy), los liderazgos autoritarios y las dinámicas internas han erosionado su capacidad para avanzar. Para iniciar un nuevo ciclo, es imprescindible asumir que la política de coaliciones es compleja y requiere renuncias, dejar atrás el personalismo, las siglas y apostar por un liderazgo colectivo. No basta con borrar el pasado: hace falta aprender de él para construir una identidad plural y cohesionada, que conecte con la ciudadanía y ofrezca alternativas creíbles en un contexto político fragmentado y polarizado.
Respecto a si puede surgir algo nuevo o solo queda gestionar el declive, la respuesta es compleja. Renovar dependerá de la capacidad para articular una narrativa unitaria y coherente que recupere la conexión con las bases, sin sacrificar la diversidad interna, algo que a día de hoy parece muy lejano, ya que, por ejemplo, Podemos y Sumar se perciben casi como enemigos. Sin un liderazgo que fomente la confianza y la cooperación, y no imponga, y sin un proyecto común que supere siglas y egos, el espacio corre el riesgo de quedar atrapado en ciclos repetitivos de desgaste y marginalidad. La innovación es posible, pero solo si existe una voluntad real de unidad estratégica y organizativa, un reto que hasta ahora ha sido esquivo. El futuro, como siempre en este espacio, seguirá siendo incierto y sorprendente.
El desafío no es solo sobrevivir, sino encontrar una nueva razón de ser que convoque más allá de las siglas










Un análisis muy bueno. Espero que diagnósticos como este sirvan para enderezar la tendencia que llevamos. Con lo que se viene encima las peleas internas sobran. Y, además, son incomprensibles. Los motivos de las peleas nos las entiende nadie. No hay razones reales de peso para que no haya unidad; solo luchas de poder, cuando lo mismo dentro de poco no habrá poder que repartir.